LA HISTORIA DE PERPETUA Y FELÍCITAS
Estas
dos mujeres murieron martirizadas en Cartago (Norte de África) el 7 de marzo del
año 203.
Perpetua era una joven madre, de 22
años, que tenía un bebé de pocos meses. Pertenecía a una familia
rica y muy estimada por toda la población. Mientras estaba en prisión,
por petición de sus compañeros mártires, fue escribiendo el diario de
todo lo que le iba sucediendo.
Felícitas era una esclava de
Perpetua. Era también muy joven y en la prisión dio a luz una niña,
que después los cristianos se encargaron de criar muy bien.
Las acompañaron en su martirio unos
esclavos que fueron apresados junto a ellas, y su catequista, el
diácono Sáturo, que las había instruido en la religión y las había
preparado para el bautismo. A Sáturo no lo habían apresado, pero él
se presentó voluntariamente.
Los antiguos documentos que narran el
martirio de estas dos santas, eran inmensamente estimados en la
antigüedad, y San Agustín dice que se leían en las iglesias con gran
provecho para los oyentes. Esos documentos narran lo siguiente:
En el año 202 el emperador Severo
mandó que los que siguieran siendo cristianos y no quisieran adorar a
los falsos dioses tenían que morir.
Perpetua estaba celebrando una
reunión religiosa en su casa de Cartago cuando llegó la policía del
emperador y la llevó prisionera, junto con su esclava Felícitas y los
esclavos Revocato, Saturnino y Segundo.
Dice Perpetua en su diario: "Nos
echaron a la cárcel y yo quedé consternada porque nunca había estado
en un sitio tan oscuro. El calor era insoportable y estábamos
demasiadas personas en un subterráneo muy estrecho. Me parecía morir
de calor y de asfixia y sufría por no poder tener junto a mí a mi bebé de tan de pocos meses y que me necesitaba mucho. Yo lo que más le
pedía a Dios era que nos concediera un gran valor para ser capaces de
sufrir y luchar por nuestra causa".
Afortunadamente al día siguiente
llegaron dos diáconos y dieron dinero a los carceleros para
que pasaran a los presos a otra habitación menos sofocante y oscura que
la anterior, y fueron llevados a una sala a donde por lo menos entraba
la luz del sol,y no quedaban tan apretujados e incómodos. Y permitieron
que le llevaran al niño a Perpetua, el cual se estaba secando de pena y
acabamiento. Ella dice en su diario: "Desde que tuve a mi
pequeñín junto a mí, y a aquello no me parecía una cárcel sino un
palacio, y me sentía llena de alegría. Y el niño también recobró su
alegría y su vigor". Las tías y la abuelita se encargaron
después de su crianza y de su educación.
El jefe del gobierno de Cartago
llamó a juicio a Perpetua y a sus servidores. La noche anterior
Perpetua tuvo una visión en la cual le fue dicho que tendrían que
subir por una escalera muy llena de sufrimientos, pero que al final de
tan dolorosa pendiente, estaba un Paraíso Eterno que les esperaba. Ella
narró a sus compañeros la visión que había tenido y todos se
entusiasmaron y se propusieron permanecer fieles en la fe hasta el fin.
Primero pasaron los esclavos y el
díacono. Todos proclamaron ante las autoridades que ellos eran
cristianos y que preferían morir antes que adorar a los falsos dioses.
Luego llamaron a Perpetua. El juez le
rogaba que dejara la religión de Cristo y que se pasara a la religión
pagana y que así salvaría su vida. Y le recordaba que ella era una
mujer muy joven y de familia rica. Pero Perpetua proclamó que estaba
resuelta a ser fiel hasta la muerte, a la religión de Cristo Jesús.
Entonces llegó su padre (el único de la familia que no era cristiano)
y de rodillas le rogaba y le suplicaba que no persistiera en llamarse
cristiana. Que aceptara la religión del emperador. Que lo hiciera por
amor a su padre y a su hijito. Ella se conmovía intensamente pero
terminó diciéndole: ¿Padre, cómo se llama esa vasija que hay ahí en
frente? "Una bandeja", respondió él. Pues bien: "A esa
vasija hay que llamarla bandeja, y no pocillo ni cuchara, porque es una
bandeja. Y yo que soy cristiana, no me puedo llamar pagana, ni de
ninguna otra religión, porque soy cristiana y lo quiero ser para
siempre".
Al oír la palabra "cristiana", mi padre se lanzó sobre mí y trató de
arrancarme los ojos, pero sólo me golpeó un poco, pues mis compañeros le
detuvieron... Yo di gracias a Dios por el descanso de no ver a mi padre
durante algún tiempo...
Y añade el diario escrito por
Perpetua: "Mi padre era el único de mi familia que no se alegraba
porque nosotros íbamos a ser mártires por Cristo".
El juez decretó que los tres hombres
serían llevados al circo y allí delante de la muchedumbre serían
destrozados por las fieras el día de la fiesta del emperador, y que las
dos mujeres serían echadas amarradas ante una vaca furiosa para que las
destrozara. Pero había un inconveniente: que Felícitas iba a ser madre,
y la ley prohibía matar a la que ya iba a dar a luz. Y ella sí deseaba
ser martirizada por amor a Cristo. Entonces los cristianos oraron con
fe, y ella dio a luz una linda niña, la cual le fue confiada a
cristianas fervorosas, y así ella pudo sufrir el martirio. Un carcelero
se burlaba diciéndole: "Ahora se queja por los dolores de dar a
luz. ¿Y cuando le lleguen los dolores del martirio qué hará? Ella le
respondió: "Ahora soy débil porque la que sufre es mi pobre
naturaleza. Pero cuando llegue el martirio me acompañará la gracia de
Dios, que me llenará de fortaleza".
A los condenados a muerte se les
permitía hacer una Cena de Despedida. Perpetua y sus compañeros
convirtieron su cena final en una Cena Eucarística. Dos santos
diáconos les llevaron la comunión, y después de orar y de animarse
unos a otros se abrazaron y se despidieron con el beso de la paz. Todos
estaban a cual de animosos, alegremente dispuestos a entregar la vida
por proclamar su fe en Jesucristo.
A los esclavos los echaron a las
fieras que los destrozaron y ellos derramaron así valientemente su
sangre por nuestra religión.
Antes de llevarlos a la plaza los
soldados querían que los hombres entraran vestidos de sacerdotes de los
falsos dioses y las mujeres vestidas de sacerdotisas de las diosas de
los paganos. Pero Perpetua se opuso fuertemente y ninguno quiso
colocarse vestidos de religiones falsas.
El diácono Sáturo había logrado
convertir al cristianismo a uno de los carceleros, llamado Pudente, y le
dijo: "Para que veas que Cristo sí es Dios, te anuncio que a mí
me echarán a un oso feroz, y esa fiera no me hará ningún daño".
Y así sucedió: lo amarraron y lo acercaron a la jaula de un oso muy
agresivo. El feroz animal no le quiso hacer ningún daño, y en cambio
sí le dio un tremendo mordisco al domador que trataba de hacer que se
lanzara contra el santo diácono. Entonces soltaron a un leopardo y
éste de una dentellada destrozó a Sáturo. Cuando el diácono estaba
moribundo, untó con su sangre un anillo y lo colocó en el dedo de
Pudente y este aceptó definitivamente volverse cristiano.
Su
padre regresó para implorarle que renunciara a su fe para evitar el
martirio. Le decía de rodillas y besando sus manos: "... Piensa en tu
madre y en la hermana de tu madre; piensa sobre todo en tu hijo, que no
podrá sobrevivirte. Depón tu orgullo y no nos arruines, pues jamás
podremos volver a hablar como hombres libres, si te sucede algo". Ella
le respondió: "Las cosas sucederán como Dios disponga, pues estamos en
Sus manos y no en las nuestras"
Condujeron a
los reos a la plaza del mercado para juzgarlos ante una multitud. Narra
Perpetua: "Todos los que fueron juzgados antes de mí confesaron la fe.
Cuando me llegó el turno, mi padre se aproximó con mi hijo en brazos y,
haciéndome bajar de la plataforma, me suplicó: ´Apiádate de tu hijo´. El
presidente Hilariano se unió a los ruegos de mi padre, diciéndome:
´Apiádate de las canas de tu padre y de la tierna infancia de tu hijo.
Ofrece sacrificios por la prosperidad de los emperadores´. Yo respondí:
¡No! ´¿Eres cristiana?´, me preguntó Hilariano. Yo contesté: "Sí, soy
cristiana.´ Como mi padre persistiese en apartarme de mi resolución,
Hilariano mandó que le echasen fuera y los soldados le golpearon con un
bastón. Eso me dolió como si me hubiesen golpeado a mí, pues era
horrible ver que maltrataban a mi padre anciano. Entonces el juez nos
condenó a todos a las fieras y volvimos llenos de gozo a la prisión.
Como mi hijo estaba acostumbrado al pecho, rogué a Pomponio que le
trajese a la prisión, pero mi padre se negó a dejarle venir. Pero Dios
dispuso las cosas de suerte que mi hijo no extrañó el pecho y a mi no me
hizo sufrir la leche de mis pechos."
A Perpetua y Felícitas las
envolvieron dentro de una malla y las colocaron en la mitad de la plaza,
y soltaron una vaca bravísima, la cual las corneó sin misericordia.
La fiera atacó
primero a Perpetua, quien cayó de espaldas; pero la mártir se
sentó inmediatamente, se cubrió con su túnica desgarrada y se arregló un
poco los cabellos para que la multitud no creyese que tenía miedo.
Después fue a reunirse con Felícitas que yacía tambien por tierra.
Juntas esperaron el siguiente ataque de la fiera; pero la multitud gritó
que con eso bastaba; los guardias las hicieron salir por la Puerta
Sanavivaria, que era por donde salían los gladiadores victoriosos.
Al
pasar por ahí, Perpetua volvió en sí de una especie de éxtasis y
preguntó si pronto iba a enfrentarse con las fieras. Cuando le dijeron
lo que había sucedido, la santa no podía creerlo, hasta que vio sobre su
cuerpo y sus vestidos las señales de la lucha. Entonces llamó a su
hermano y al catecúmeno Rústico y les dijo: " Estad firmes en la fe, amaos los unos a los otros, y que le sufrimiento no se convierta en piedra de tropiezo".
La gente emocionada al ver la valentía de estas dos
jóvenes madres, grtitaban Basta! Basta! y pidió que las sacaran por la puerta por donde llevaban
a los gladiadores victoriosos. Perpetua, como volviendo de un éxtasis,
preguntó: ¿Y dónde está esa tal vaca que nos iba a cornear?
Pero luego ese pueblo cruel pidió
que las volvieran a traer y que les cortaran la cabeza allí delante de
todos. Al saber esta noticia, las dos jóvenes valientes se abrazaron
emocionadas, y volvieron a la plaza.
A Felícitas le cortaron la cabeza
de un machetazo, pero el verdugo que tenía que matar a Perpetua estaba
muy nervioso y equivocó el golpe.
Ella dio un grito de dolor, pero
extendió bien su cabeza sobre el cepo y le indicó al verdugo con la
mano, el sitio preciso de su cuello donde debía darle el machetazo.
Así esta mujer valerosa hasta el último momento demostró que si
moría mártir era por su propia voluntad y con toda generosidad.
Estas dos mujeres, la una rica e
instruida y la otra humilde y sencilla sirvienta, jóvenes esposas y
madres, que en la flor de la vida prefirieron renunciar a los goces de
un hogar, con tal de permanecer fieles a la religión de Jesucristo,
¿qué nos enseñarán a nosotros? Ellas sacrificaron un medio siglo que
les podía quedar de vida en esta tierra y llevan más de 17 siglos
gozando en el Paraíso eterno. Cristo sabe pagar muy bien lo que hacemos y renunciamos por El.
Estas dos santas mujeres nos sirven de ejemplo y fe para nosotros los que hoy daremos nuestras vidas por llevar y proclamar el evangelio de nuestro Salvador y Redentor Jesucristo. Amen.
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